Este comentario hace referencia a la descompensación entre la atención prestada por el Derecho, por una parte, a los principios básicos de la regulación de los tributos en general y, por otra, a las decisiones sobre gastos públicos, que cristalizan cada año en los presupuestos de los diferentes órganos de gobierno y sus correspondientes administraciones.
Tal desequilibrio se manifiesta en la preocupación social por la justicia fiscal y la falta de atención a los principios fundamentales que deberían seguirse para la determinación de los gastos financiados por recursos públicos. Esta cuestión alcanza a los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, a la mayoría de contribuyentes, a los profesionales y profesores universitarios de estas áridas materias. Y tal despreocupación lleva a que la elección de los gastos y la fijación de sus respectivas cuantías (que son las razones de la existencia de los tributos) se consideren un campo reservado a los libérrimos acuerdos de los políticos, que solo ellos proponen, debaten y deciden.
Complejidad y continuos cambios de todo el aparato fiscal. Simplicidad de las normas a la hora de elegir el destino de los gastos públicos que santifican los criterios de las correspondientes mayorías políticas.
Esta situación la sufren en mayor o menor grado los Estados miembros de la Unión Europea. La Comisión y el Consejo son ajenos a ese desequilibrio porque la elección de los gastos de cada Estado es competencia de las instituciones y organismos nacionales, cosa que en efecto debe ser así. Los altos órganos europeos solo se ocupan de limitar el frecuente déficit a un determinado coeficiente de los presupuestos nacionales en defensa de intereses comunitarios y, en particular, de la estabilidad del euro (véase el artículo 135 de la Constitución Española). En cuanto al Parlamento, que es el mayor escenario político de Europa y, en consecuencia, donde de todo se habla, no tenemos constancia de que este asunto haya sido objeto de especial preocupación. Por último, tampoco conocemos pronunciamientos del Tribunal de Justicia europeo que estén relacionados con el desequilibrio entre la regulación fundamental de los tributos y de los gastos públicos (aunque sí hay un buen grupo de sentencias sobre aplicación de los principios generales de justicia fiscal). Corresponde pues a cada Estado miembro analizar y solucionar este problema. De ahí que estas páginas estén referidas exclusivamente a España y centradas en preceptos de nuestra Constitución y de las normas generales vigentes sobre tributos y presupuestos estatales (Ley General Tributaria, Ley General Presupuestaria y Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera).
He de reconocer que los profesores de la disciplina de Derecho Financiero y Tributario, que se imparte en las Universidades españolas desde las tres últimas décadas del pasado siglo, debemos asumir nuestra cuota de responsabilidad por la insuficiente atención que hemos prestado al Derecho Presupuestario (salvo honrosas excepciones). De la antigua cátedra de Economía Política, Hacienda Pública y Derecho Fiscal, que se impartía en las Facultades de Derecho antes y después de la creación de las Facultades de Económicas, se escindió la citada asignatura, en la que, en mi opinión, aparece con impropiedad la designación de Derecho Financiero porque es una expresión polisémica.
Según el Diccionario de la Real Academia Española (RAE) en su 1ª acepción incluye todo lo que pertenece “a la Hacienda pública, a las cuestiones bancarias y a los grandes negocios mercantiles”. Aunque en las especificaciones que se adjuntan sobre el Derecho Financiero se explica que su ámbito es el “Sector del ordenamiento que comprende el derecho tributario, el régimen presupuestario y el de los gastos públicos”. A mi juicio hubiera sido preferible llamar a esta nueva disciplina Derecho Presupuestario y Tributario. Y en los momentos actuales, dadas las múltiples especialidades estudiadas en cualquier Facultad, convendría pensar en su posible separación en dos asignaturas acordes con la visión de la Universidad que nos imponen los nuevos tiempos, siempre a favor de enseñanzas específicas. Pero no será fácil que se acepte esta propuesta dada la abundancia de disciplinas y la reducción de las licenciaturas de 5 a 4 años.
El hecho cierto es que en la generalidad de nuestras Facultades dimos prioridad al estudio del sistema fiscal y se prestó poca atención a las normas presupuestarias. Fue un efecto inevitable de la complejidad que iba adquiriendo el sistema fiscal durante esa primera etapa como consecuencia de su modernización (aún no existía en España un impuesto directo sobre la renta ni en Europa un tributo indirecto como el IVA), de la aprobación de la Constitución y de la consiguiente creación de las Comunidades Autónomas de régimen común, que exigían su propio sistema de financiación, al tiempo que las Comunidades Forales de Navarra y País Vasco insistían en la actualización de sus Haciendas. Fueron muchas las consecuencias en todo el ámbito jurídico del fin de una dictadura y el comienzo de una democracia, que obligaba a reconducir las normas jurídicas hacia un nuevo esquema de valores constitucionales. Y poco después, la entrada de nuestro país en la Comunidad Económica Europea (actual Unión Europea) a partir de 1986 exigía una profunda revisión, aún no terminada, de los ingresos públicos para la homologación y armonización de los sistemas estatales. La consecuencia fue que se minusvaloró el Derecho Presupuestario (o, si se prefiere, el Derecho Financiero) y se potenció el Derecho Tributario.
Esta fue la causa de que se fortalecieran los principios de justicia fiscal mientras que los principios que debían ser el fundamento de la elección de gastos públicos quedaron reducidos a palabras con un contenido ambiguo e insuficiente, lo cual ha desequilibrado la Hacienda y ha dado libertad a la política para adoptar decisiones en este ámbito. Aunque desde hace años un grupo de profesores universitarios han logrado llevar a los mejores manuales el estudio del Derecho Presupuestario, con una extensión y contenido razonable, no se ha llegado a tiempo para evitar los inesperados males mayores tras los que es fácil encontrar atrevimientos políticos desviados del buen Gobierno.
Veamos a continuación la formulación en el texto constitucional de los referidos principios tributarios y presupuestarios. El punto de partida está en el artículo 31. Dice así:
“1. Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio.
2. El gasto público realizará una asignación equitativa de los recursos públicos, y su programación y ejecución corresponderán a los criterios de eficiencia y economía.”
Por lo que respecta a los tributos, esos principios ya se consideraban antes del texto constitucional como reglas básicas de la justicia fiscal. Habían sido formulados por leyes ordinarias anteriores o deducidos de las mismas por las doctrinas académica y jurisprudencial, que comenzaron hace tiempo a perfilar su contenido y a marcar sus límites valiéndose de la lógica de la interpretación jurídica y de una concepción del Derecho que lo vinculan a los más altos valores morales: honeste vivere, alterum non laedere, suum cuique tribuere. El Estado no tiene más remedio que exigir impuestos, tasas y contribuciones especiales para financiar los gastos públicos; pero como tal poder político no puede dañar a los contribuyentes con cargas abusivas ajenas a su capacidad económica. Y si es así, todos estamos obligados al pago de los tributos y a no perjudicar al Estado con estrategias de defraudación.
El artículo 31.1 de la Constitución Española ha fortalecido estos principios que deben ser salvaguardados por los Jueces, Tribunales de Justicia y Tribunal Constitucional. Y hoy día hemos llegado a un nivel relativamente satisfactorio de formulación del contenido y de cumplimiento de esas reglas, que tejen una red de protección de la vida comunitaria de la Nación.
Por supuesto, no vivimos en el paraíso y ni siquiera tenemos la esperanza de que bajen a este mundo terrenal las utopías sobre justicia fiscal. Y si en el más allá encontramos la vida eterna podemos tranquilizarnos porque tal concepto tiene que ser absolutamente incompatible con la pervivencia de Hacienda. Pero aquí aún queda mucho por hacer. Cosas veredes, amigo Sancho, que farán fablar las piedras. Insistimos no obstante en que el Derecho Tributario, con la ayuda del Tribunal Europeo, del Tribunal Constitucional, de la doctrina jurisprudencial y de la construcción académica de la disciplina universitaria ha logrado encauzar a los legisladores que dictan las normas jurídicas, y a los órganos administrativos que las aplican, hacia un sistema fiscal que, al menos, tiene conocimiento de esos principios de justicia. Se han echado abajo muchos dislates y se han puesto algunos límites a los tributos que deben soportar los contribuyentes.
Las normas reguladoras de los principios a que deben ajustarse los gastos públicos no han alcanzado ese nivel de elaboración doctrinal. Equidad, eficiencia y economía, que son las palabras que aparecen en el precepto constitucional antes transcrito y en las principales normas jurídicas reguladoras de los presupuestos públicos, son por ahora benévolos consejos inmersos en una nada conceptual que produce sensación de vacío. No se ha sabido construir un contenido de esos términos que los convierta en reglas básicas efectivas, ni se ha prestado suficiente atención a otros posibles principios fundamentales del Derecho Presupuestario. Debe advertirse que eficiencia y economía no son designados como principios sino como criterios, palabra esta última que según la RAE es sinónimo de principios, aunque la lectura de sus diversos significados puede inducir a otorgar al primero mayor fuerza de obligar.
¿Qué significa asignación equitativa de los recursos públicos? Según la 1ª acepción del Diccionario la equidad implica que tal elección de gastos debe hacerse con “igualdad de ánimo”, expresión que, en nuestra opinión, desde un punto de vista jurídico parece que nos remite al principio de igualdad, que es uno de los valores superiores del ordenamiento jurídico según el artículo 1 de la Constitución. Pero esta simplificación provoca un primer problema: los recursos deben atender necesidades públicas muy distintas entre sí que afectan a objetivos con grado dispar de urgencia y a colectivos de personas y territorios diferentes, lo cual hace que se diluya esa pretendida igualdad. Si se enumeran cada uno de esos gastos en las casillas de una cuadrícula el resultado será un enorme damero maldito. Estando así las cosas ese valor superior del Derecho bien puede darse por cumplido si el presupuesto atiende a necesidades sociales reales con criterios racionales de prioridad y cuantía al margen de intereses espurios. No creemos que la doctrina jurídica pueda deducir desde esta perspectiva otros límites concretos. El repetido Diccionario parece haber advertido esta realidad cuando en su 2ª acepción de la palabra equidad dice así:
“Bondadosa templanza habitual, propensión a dejarse guiar, o a fallar, por el sentimiento del deber o de la conciencia, más bien que por las prescripciones rigurosas de la justicia o por texto terminante de la ley.”
Uno de los manuales que han acogido el Derecho Presupuestario, dirigido por el magistrado del Tribunal Supremo Isaac Merino, dice lo siguiente en la Lección 1 redactada por Manuel Lucas Durán:
“Por ello podría pensarse que el mandato de asignación equitativa de los recursos públicos es un mero enunciado retórico, cuya relevancia como principio jurídico con posibilidades de limitar las decisiones del legislador en la configuración del presupuesto o de la propia Administración en la ejecución del mismo es ciertamente despreciable, habida cuenta de la naturaleza esencialmente vacua o indefinida del precepto y sus imprecisos efectos jurídicos, siendo así que ninguna de las opciones lícitas de gasto que programe el legislativo y realice el Ejecutivo puede ser considerada como injusta y, por ende, contraria a dicho principio.”
Pasemos ahora al principio o criterio de eficiencia, aplicable según la Constitución tanto a la programación de los gastos como a su ejecución. Si consultamos de nuevo el Diccionario sus acepciones 1ª y 2ª la definen como capacidad de lograr un efecto determinado con el mínimo de recursos. Se trata por tanto de eficacia al decidir la asignación y vigilancia del gasto en la aplicación real del dinero público. Pero este contenido de tal principio nos parece ajeno al problema de una elección correcta de los gastos para asegurar que estén realmente vinculados a la atención de las necesidades sociales. Parece un mandato emitido desde el alto pedestal constitucional que se limita a decir a los legisladores y a los responsables de las administraciones que hagan lo que sepan hacer bien y a buen precio, alejándose de asuntos en los que carezcan de la pericia necesaria. No es pues un principio constitucional del que emanen límites concretos a la hora de la elaboración, aprobación y ejecución de los presupuestos. Las decisiones eficientes pueden ser buenas al servicio de los intereses públicos o malas si el dinero se desvía a intereses particulares de cualquier tipo.
En cuanto al criterio de economía, vinculado a la eficiencia como acabamos de ver, se le puede atribuir el significado formulado con claridad por la RAE en la acepción 3ª de dicho término:
“Ciencia que estudia los métodos más eficaces para satisfacer las necesidades humanas materiales, mediante el empleo de bienes escasos.”
Se completa con la acepción 4ª: contención a la hora de distribuir los recursos para evitar el despilfarro. Nos remitimos a las breves consideraciones anteriores puesto que estamos de nuevo ante una regla constitucional ajena a la difícil cuestión de la elección y cuantía de los gastos al servicio de los intereses sociales.
En conclusión: los ingresos de los presupuestos públicos obtenidos a través de los tributos son prestaciones económicas coactivas que en teoría deben someterse a principios constitucionales que tienen un contenido substancial al servicio de la justicia fiscal. Pueden traducirse en relevantes limitaciones que deben ser obedecidas por los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. Por supuesto, tales principios protegen a los contribuyentes.
Por el contrario, cuando llega el momento de decidir los gastos financiados con esos tributos, la asignación equitativa expresa la obligación de que se hagan bien las cosas, pero es un concepto jurídico indeterminado; la eficiencia y la economía son criterios técnicos que no alcanzan el nivel propio de un principio constitucional. La Ley 47/2003 General Presupuestaria, bajo la denominación de principios generales, y la Ley Orgánica 2/2012 de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera, bajo la denominación de principios y reglas de programación presupuestaria, se han limitado a hacer una extensa enumeración con pomposos términos. El resultado es un sorprendente batiburrillo de principios constitucionales, reglas de la Unión Europea, criterios técnicos para la elaboración de los presupuestos y buenos consejos de un legislador paternalista: estabilidad financiera, sostenibilidad y prudencia financiera, plurianualidad, transparencia, eficiencia, lealtad institucional, aplicación efectiva de la ley, eficacia, economía, calidad.
Sin embargo, esta imagen de legisladores atentos y exhaustivos se viene abajo cuando se observa que no han hecho ninguna referencia directa al asunto de mayor trascendencia cuando el poder ejecutivo prepara el proyecto de ley de presupuestos y el poder legislativo lo aprueba: la comprobación de que todos los gastos tienen que dedicarse a la atención de necesidades sociales, lo que exige que no se desvíen a favor de intereses personales o de los grupos políticos que tienen mayoría en ambos poderes del Estado. Nos referimos a la correlación necesaria entre gastos públicos y necesidades nacionales, que es una cuestión distinta a la fiscalización económico-financiera de las cuentas y el consiguiente enjuiciamiento de la responsabilidad contable, asuntos que son competencia del Tribunal de Cuentas conforme a la Ley Orgánica 2/1982.
Es muy difícil lograr el control efectivo de esa correlación. Cabalgamos a hombros de gigantes que bien pueden encontrar soluciones; pero estamos rodeados de muros sorprendentes e ineficaces y de depredadores inmisericordes, más peligrosos cuanto más alto vuelan. Por ello debemos insistir en la necesidad de formular principios presupuestarios que exijan la estricta vinculación entre gastos públicos y necesidades públicas, estableciendo paralelamente un procedimiento de control.
Hay que frenar la conversión de los presupuestos en fuente de ingresos ilegales o, lo que es aún más grave, en mercado de votos de los ciudadanos mediante abusivas decisiones de gastos más o menos sutiles (y a veces descaradas) que se cubren con estereotipos de frases, aceptadas por una mayoría social, que minan la confianza en los gobernantes. Es cierto que esas conductas irregulares pueden estar tipificadas como delitos por el Código Penal; pero es preferible tomar precauciones con normas y procedimientos exigentes que confiar en esta ultima ratio del Estado social y democrático de Derecho para evitar las ruinas del mal gobierno.